LA ETIQUETA DE VINO. SU HISTORIA.


Parece ser que yá los Egipcios  "etiquetaban" o marcaban sus vinos detallando la vendimia, la zona de producción y la persona que lo elaboraba.

Ya nos tenemos que remontar al siglo XVIII para encontrar el primer etiquetado simple en los vinos, también como los egipcios, con carácter informativo del contenido del recipiente ( tipo de vino, origen, bodeguero, etc ). Como los primeros vinos se elaboraban en los Monasterios, la primera etiqueta escrita a mano de la que se tiene constancia se atribuye al monje Pierre Perignon. Era de pergamino y se colocaba en el cuello de la botella.

En el siglo XX, aprovechando las nuevas técnicas de la " Imprenta ", se empezó a considerar, además del carácter informativo, la estética de la etiqueta, que servía, en muchos casos, para identificar los vinos de una bodega.

Hoy, con los métodos y la tecnología actual se pueden diseñar de todos los tipos, tamaños e ilustraciones, adaptando la información que se facilita a la normativa vigente en cada país.

Fueron los italianos los primeros que monstrarón en sus etiquetas de vino ilustraciones de paisajes, armas, retratos, monedas de la familia, etc..

Las etiquetas se convirtieron en verdaderas obra de arte para algunas bodegas. La marca francesa Mouton Rothschild encargo en el año 1945 al artista Phillipe Jullian que ilustrara la etiqueta de vino de ese año. Desde entonces, cada cosecha de MOUTON ROTHSCHILD se ilustra con la obra original de un artista contemporáneo ( Miró, Chagall, Braque, Picasso, Tápies, Bacón, Dalí,etc.)

En España, es la bodega VEGA SICILIA la que embotella las mejores cosechas con la etiqueta ilustrada con un cuadro de un pintor o artista  ( Benjamín Palencia, Antonio López, Millares, Tapiés, Gordillo, Chillida, etc..) . La primera data del año 1960. Los cuadros originales de cada una de las etiquetas, al igual que en el caso de Rothschild,  forman parte de la colección privada de la bodega.


HISTORIA DE LA ETIQUETA. José Peñín.

La etiqueta es la que identifica y presenta el vino con un simple golpe de vista. En ella se reflejan los datos como medio de comunicación entre el productor y el consumidor. En mis 44 años de convivencia con el vino y sus marcas he visto de todo. Sin embargo, España no ha sido el mejor ejemplo de cordura en el diseño de etiquetas.
Es frecuente que el español de turno, ante la necesidad de requerir un profesional para cualquier servicio, siempre tiene a un amigo que se lo puede hacer gratis o por un “precio de amigo”. Y así nos va. Al final tenemos que recurrir a las “páginas amarillas” para enderezar el entuerto.
En el sector vitivinícola español sucede tres cuartos de lo mismo, sobre todo en el arte de diseñar una etiqueta para vestir una botella. Todas las bodegas tienen a un cuñado que es dibujante o pintor –de brocha fina, se entiende- que por razones de parentela el susodicho “cuñao” tendrá todo el tiempo para llevarle al “huerto del arte” como reclamo de marca. Intentará convencerle que estas cosas entran en el plano de lo artístico y que la etiqueta debe alejarse de los esquemas trillados y transmitir la imaginación del artista. Sin embargo, más que la imaginación del artista, es el surrealismo alocado de quien busca su propia promoción (que mejor que una etiqueta al mundo que no una vacía sala de arte) está a espaldas de la verdadera función de la etiqueta como es la vender el producto con un reflejo claro, limpio y sin ambages de lo que reposa en el interior de la botella antes de su compra.
Antecedentes y primeras etiquetas
La etiqueta también tiene su historia pues ya los egipcios etiquetaban las ánforas indicando la procedencia del vino, cosecha y el nombre del bodeguero. No es hasta el siglo XVIII cuando se utiliza masivamente el etiquetado como identificación en el almacenamiento de botellas, aunque previamente el vino se sirviera en la mesa en botellas anónimas. El uso cotidiano de la etiqueta comienza a mediados del siglo siguiente, pero con las dificultades de adherirla a la botella ya que los pegamentos, debido a la humedad de las bodegas, no garantizaba fijar la etiqueta en el envase de vidrio.  
En los años finales del siglo XIX y durante el primer tercio del XX, cuando los vinos se embotellaban en los puntos de destino en las delegaciones de las bodegas en Madrid, Bilbao o Barcelona, la apariencia de las botellas era mucho mejor pues se envasaba y etiquetaba a mano en el punto de destino en un alarde de artesanía rematado con un encapsulado con lacre.
Cuando en los Setenta me inicié en el mundo del vino, abundaban las etiquetas un tanto barrocas con alusiones góticas con fondo de pergamino coronado por un escudo de armas blasonado, muchas veces inventado o de oscuro origen. Los colores sepia y amarronados campaban por sus respetos. En aquellos años también se pusieron de moda las etiquetas con banda cruzada siguiendo el modelo francés. La más conocida fue el tinto “banda azul” de Paternina, marca que estaba en lo más alto de la fama riojana. Mas tarde, en la década siguiente, aparecieron imitaciones del etiquetaje bordelés, con la típica ilustración gráfica del caserón de la finca o bodega rodeado de viñedo –que no existía- a modo de château. Un modelo que se impuso porque no constaba otra referencia histórica que los vinos bordeleses, por ser, con el oporto, los primeros vinos en envasarse en vidrio.  Asimismo, la botella ofrecía un panorama más aldeano, ya que se confundía el tipo bordelés que era más alta y esbelta con otra más corta y barata que se vendía en grandes volúmenes y precisamente producida por el monopolio de fabricantes franceses de botellas. La adherencia de las etiquetas era deplorable y era corriente que el papel tuviera los bordes separados o abombados. Era el resultado de unas máquinas etiquetadoras que, en muchos casos se sobreexplotaban, utilizándose colas adherentes no apropiadas. 
El ejemplo Marqués de Cáceres
En las etiquetas de las grandes bodegas, en general, ha habido cierta cordura en resistirse a los cambios o retoques. La imagen del vino Marqués de Cáceres ha sido el ejemplo más palpable. Nadie podrá afirmar que el diseño es un trabajo de un creativo “pirao”. Nadie diría que fue esbozada hace 50 años por unos creativos neoyorkinos y hasta hoy apenas ha cambiado. Su diseño no fue tanto por ser un dechado de originalidad como por la tenacidad de sus propietarios en reforzar una imagen de marca sostenida por una eficaz política de marketing y una discreta estrategia comunicacional. Una estrategia de pocos cambios mantenida con una regularidad pasmosa que le ha valido ser una de las marcas españolas más renombradas en el mundo. Enrique Forner, el fundador de esta bodega, sostuvo con aquella máxima que concibió Asa Griggs Candler, el que convirtió una antigua medicina en la Coca Cola actual: “En muchas empresas, para alcanzar la gloria no importa vencer; basta combatir”. Este ejemplo me deja la duda si el éxito de una etiqueta se debe a su diseño o simplemente a la perseverancia de sus propietarios en no cambiarla. Al final, lo que vale es el prestigio de la calidad del producto.
La racanería española
Hasta los años Ochenta gran parte de la producción y diseño del etiquetaje nacional nacía de las imprentas riojanas especializadas más en la producción que en el diseño adoptando un mismo patrón para todos sus clientes. El único alarde artístico consistía en retocar manualmente o infográficamente alguna foto de las fachadas de las propias bodegas. El llamado branding, un anglicismo que se refiere a la creación de una marca, brillaba por su ausencia. El colmo de la racanería es la reseña del año de cosecha insertándola en el collarín que estuvo de moda hasta el final de esa década. El coste de cambiar el collarín cada año era menor que el cambio de etiqueta.
Después nació un verdadero furor en dar un cambio al etiquetaje, más por dar un nuevo aire de modernidad a las marcas, pero fatalmente con el apunte y retoque impuesto por el cliente. En cambio, las marcas más potentes se ponían en manos de diseñadores británicos y neoyorquinos, los cuales mostraban ciertas actitudes conservadoras, pero mejorando el balance en el posicionamiento de los textos con hincapié en los tipos de letras y tamaño de la caja de los distintos estratos de la etiqueta. Este trabajo -con honorarios elevados- aparentemente simple, pero de gran peso comercial en su estética, no fue realmente considerado por muchas bodegas, que decidieron contratar a francotiradores españoles, muchos de los cuales, con innegables condiciones artísticas, pero sin experiencia en la actividad de diseño de etiquetas
Sueños de arte
En el año 1990 comenzaba una década de profundos cambios en la calidad del vino español y, en paralelo, una preocupación por el diseño tanto del envase como el de la etiqueta. De aquellas estampas rancias, de escudos blasonados, se pasó a trazos de color, alusiones de tonos pastel con litografías pictóricas, pero con escaso cuidado en el reparto del texto. Se trataba de romper con el pasado sin examinar detenidamente el lado bueno de la tradición, con cambios apresurados sin marcar un estilo más o menos colectivo de diseño. Ese estilo colectivo solo se sigue manteniendo con la botellería jerezana del vino y del brandy, cuyas etiquetas, aunque farragosas y complicadas en cuanto al texto, casi todas son reconocibles por la marca y por la estética.
En aquellos años los primeros diseñadores españoles especializados en los “copy” publicitarios, comenzaron a trabajar en esta especialidad con cierta dignidad, imponiendo con cierta valentía sus reglas e impidiendo cualquier imposición del cliente. Algunas de esas etiquetas fueron modelo de otras, no tanto por su impacto estético sino por su huella mediática debido a la calidad del vino y su puntuación en reseñas y críticas. Esa demanda de cambio por parte de las bodegas, alentadas en parte por las agencias publicitarias que comenzaron a entrar en un sector como el vino algo perezoso en la inversión publicitaria, generó la proliferación de los citados francotiradores con tarifas más baratas. La inexperiencia de estos culminó por romper con un elemento esencial de las etiquetas del vino, como es el conservar ciertas reglas clásicas o neoclásicas que no se dan en otros productos. Algo que sí respetaron, no solo los británicos, sino incluso los diseñadores americanos, pues gran número de etiquetas de vinos californianos responden a un sentido neoclásico de diseño respetando el equilibrio de textos, formas y dimensiones.
Excepto que el director de arte sea un especialista en el diseño de etiquetas, es difícil aunar arte y marketing. La gran virtud de los expertos en este género radica en ponerse en el lugar del consumidor y, por lo tanto, suelen ser menos audaces y más pragmáticos. Es difícil que muchos bodegueros asuman el coste de los honorarios del creativo de una etiqueta toda blanca, limpia, sin apenas ilustración, sin estridencias y con poco texto. La razón es que lo ven como un diseño simple, de aparente poco trabajo del artista, cuando en realidad son las etiquetas más efectivas por su fácil lectura y sin texto que obstaculicen su equilibrio estético.  El ejemplo más palpable lo tenemos en las botellas riojanas de Contador y Predicador. En la etiqueta principal, solo la marca, sólida, de una o dos palabras, el resto de los datos se reseña en la contraetiqueta.
Pretenciosismo nacional
La gran “contaminación” del etiquetaje del vino español vino de la mano de la desmesura: etiquetas verticales y estrechas buscando una plástica y una razón artística que solo lo sabe el diseñador. Una práctica frecuente a finales del siglo pasado sin tener en cuenta que esa etiqueta dificulta su lectura por encima del impacto visual. Nombres en vertical y en algunos casos troceados a lo largo de la etiqueta y esa obsesión tan extendida de la marca escrita a mano, en la mayoría de los casos ilegibles. El colmo llegó con la adopción de palabras de lengua latina, algunas entorpecidas por la adopción de la “V” en vez de la “U”. Y la tozuda obsesión de buscar nombres de parajes geográficossin tener en cuenta la belleza del nombre y facilidad de lectura, unas veces por razones sentimentales, otras por entenderse que todo nombre tiene un porqué, cuando en realidad pocas veces la documentación de la bodega informa de las vicisitudes y orígenes de la marca.

Después del primer capítulo, en este segundo y último expondré el fenómeno de la etiqueta de Viña Tondonia, Faustino y Tío Pepe como tres ejemplos distintos de iconografía. Cómo la estética de la botella delata una zona histórica. También saber cómo lo hacen en el Nuevo Mundo y algunas sugerencias sobre cómo inventar una marca y qué características debe tener para ser efectiva.
Cuando la etiqueta es un icono
Cuando la etiqueta se convierte en icono por razón de su historia, su diseño deja de ser cuestionado. Es el caso de Viña Tondonia. Heredera de los diseños riojanos que abundaban en la “belle epoque”, en donde la etiqueta era un crisol de todas las perspectivas gráficas e informativas de la bodega con indicación de las medallas obtenidas en los diferentes concursos mundiales. Hoy su diseño se ha quedado tan detenido en el tiempo que, frente a las demás, paradójicamente, resulta original porque estas han sido modernizadas o sustituidas. Otras firmas como Bodegas Protos rescata una antigua etiqueta del vino joven de los años Setenta “2º año” para vestir hoy el mejor vino de la firma. Tengo el pálpito de que a algún creativo de vanguardia se le esté pasando por la cabeza retomar este estilo con un ligero “baño” de modernidad.
El ejemplo de Pesquera es sugestivo. La etiqueta sin el más mínimo criterio estético fue obra del capricho del mismo Alejandro Fernández en la segunda mitad de los Setenta. El éxito de la marca y los sucesivos retoques sin perder la esencia de la etiqueta, deja de ser “rural” para convertirse en un icono. Viña Tondonia no está sola. Le acompañan Marqués de Riscal, Viña Ardanza, Rioja Alta 890 y 904, Castillo de Ygay, Monte Real, Viña Albina y Viña Zaco como mantenedores de un retrato riojano del pasado cuyas etiquetas, a todas luces reconocibles, están por encima de su diseño.
En todos estos ejemplos no ha habido un criterio marketiniano, simplemente responden a continuar sentimentalmente una tradición. Si cambiarlas podría ser una traición, lo cierto es que a la vista de los nuevos rumbos que tomó el diseño siguiendo pautas técnicas y, por lo tanto, muy parecidas unas a otras, estas “antiguas” etiquetas se convierten en un magnífico reclamo en los anaqueles y escaparates. Tampoco se debe abusar de este modelo en vinos de corte moderno con la intención de transmitir veteranía excepto que sea una figura “vintage”, como un homenaje al diseño de antaño.
Es difícil sostener el criterio de que las etiquetas hay que adecuarlas a los tiempos que vivimos para hacer vender más el producto a propósito de la Coca Cola, el ejemplo más claro del inmovilismo es el diseño de su botella y etiqueta.  Sus dos palabras esbozadas con la antigua y trasnochada caligrafía “redondilla” sigue perenne. Hoy, después del agua del grifo, es la bebida más consumida del planeta y el primer producto de la globalización. Un fenómeno que no habría alcanzado esta magnitud si la Coca-Cola no hubiera sido el mayor campo de experimentación del marketing y publicidad.
Otro fenómeno son las etiquetas de Bodegas Faustino, diseñadas en los años Sesenta y que respondían netamente a un criterio de marketing puro. La idea, concebida por el entonces responsable de exportación de la firma, José Luis Santaolalla, consistía en una botella esmerilada, evocando a los envases del siglo XVIII, a la que se adhirió una etiqueta de un músico alemán con la silueta dieciochesca con aire de los Tres Mosqueteros. Personaje que nada tenía que ver con la casa y podría haber sido un abstemio. El acusado barroquismo era de tal magnitud que pocos consumidores patrios se atrevían a pedir la botella en el restaurante a la vista de las demás mesas, pero en cambio lo compraban en la tienda y se lo llevaban a casa. Era una de las pocas marcas que se vendía más en alimentación que en hostelería. El objetivo evidente era la exportación. Transmitir la imagen clásica de un vino riojano de larga crianza lograría el éxito de ser la marca que durante bastantes años lideró la venta de vinos de reserva y gran reserva de la Rioja en el mercado extranjero.
En ocasiones, los cambios de diseño obedecen más al inconsistente protocolo de renovación que a buscar fórmulas para vender más. Un ejemplo es la etiqueta de Tío Pepe, posiblemente la primera marca de vinos que se embotelló en España. La propia naturaleza de un producto clásico como el fino, puede más que la fuerza del envase y su etiqueta y dudo, pues, que las ventas acompañaran a los cambios que el diseño sufrió en su historia. No ha habido ninguna etiqueta con tan largo recorrido que haya cambiado tantas veces. Desde 1853 su botella lleva adherida su nombre con un diseño que nada tiene que ver con los posteriores. La contundencia del nombre sobre un fondo negro que se impuso en el siglo XX ha minimizado el resto de la ornamentación de la etiqueta.  La que más ha perdurado es la botella jerezana con una etiqueta de fondo blanco, transformada en los años Noventa del pasado siglo en una botella de diseño para acabar hoy en un envase más cercano a la botella bordelesa.  
  
Cuando en los Ochenta las masías catalanas dejan en parte la comodidad de ser proveedores del cavay se ponen a elaborar blancos tranquilos, se fijan más en los modelos europeos de etiquetas, aunque sin un estilo determinado. Las ayudas de las autoridades autonómicas a las pequeñas bodegas en la promoción y en la edición de las etiquetas en catalán, permitieron poner el acento en la estética con nombres asociados a las historias, nombres y paisajes familiares. En aquellos tiempos, las ilusiones de los nuevos elaboradores estaban puestas en el mercado catalán, aunque, lamentablemente, ni la mejor organización de las incipientes bodegas catalanas ni las ayudas institucionales impidieron durante bastantes años que se bebiera más vino de fuera que de Cataluña.  Las grandes firmas de vinos tranquilos como Bach, Torres, Perelada, René Barbier no representaban el espíritu catalán del vino y menos del terruño.
La estética descubre un origen
Solo en los vinos históricos como JerezOporto-MadeiraChampagneJuraAlsaciaBurdeos y Borgoña, sus orígenes son identificables a primera vista ya sea por la botella o por la etiqueta. Sería una traición que un vino bordelés apareciera en ancha botella borgoñona y que un vino borgoñón se identificara en la cilíndrica botella bordelesa. Ambas respetan su territorio del diseño como pioneros de ambos estilos. Champagne diseñó la botella universal que todos conocemos, hasta el punto que, no solo identifica a un origen francés, sino también a un modelo de vino que, como el espumoso de segunda fermentación en botella, se elabora en todo el mundo.  En cuanto a los citados vinos portugueses, los más señeros son identificables por el texto blanco serigrafiado con las viejas plantillas de finales del siglo XVIII, antes de implantarse las etiquetas de papel. Jerez es, asimismo, inconfundible con su botella de hombros altos y las alsacianas y alemanas por la estilizada y estrecha botella “rhin”, con sus etiquetas de -a veces ilegible- letra gótica. Hubo un intento de crear una botella riojana, bastante fea, por cierto, cuyo único ejemplo se materializó con el tinto San Asensio.
El paradigma son las etiquetas de los chateaux del Medoc, ilustradas con el edificio palaciego en medio de un viñedo sobre el nombre de la propiedad anteponiendo la palabra chateau. Una imagen tan repetida como identificativa de un territorio. Es el orgullo por la propiedad en un marco de cierto refinamiento sin entrar en consideraciones sobre si la etiqueta es o no es comercial. Es perpetuar una tradición intocable que es todo un reclamo para los mercados.
Del mismo modo sucede con las etiquetas de Borgoña. Aquí la ilustración es menos trascendente frente a la relevancia del nombre del “cru” que figura preferentemente en la etiqueta. Otro modelo de clasicismo son las etiquetas de Champagne. La atracción principal está asegurada por la silueta de la botella, seguido de dos modelos de etiquetas: la histórica blanca con letras negras o doradas y la segunda de fondo oscuro con letras doradas en relieve. Solo Dom Perignon, con su famosa botella dieciochesca y la etiqueta de recorte vampírico; Veuve Cliquot, con su fondo amarillo canela; y Cristal Roederer, con su imagen florida serigrafiada en el cristal, rompen la sobriedad y la tradición. 
Etiquetas del mundo

En general, las etiquetas del Nuevo Mundo son las más efectivas por su limpieza, escasamente vanguardistas y con los datos que interesan: cosecha, variedad, zona y, sobre todo, el país. Uno de los éxitos más sonoros de los vinos chilenos y argentinos en los mercados anglosajones radica en la sencillez de su diseño, pero con una medición exquisita de los tamaños de las palabras. En el caso de las anglosajonas, tanto Australia como EE.UU., son proclives a incluir elementos de la naturaleza tanto florales como vegetales y toda una pléyade de la fauna silvestre: perdices, canguros, águilas, etc. Lo más cool entre los diseñadores americanos es incluir modelos de coches antiguos y, sobre todo, de los años Cincuenta y elementos del “pop art” y “art decó”. Para un consumidor americano, todavía sin la tradicional cultura europea del vino, los diseñadores se las ingenian para incluir la figura del animal gastronómico (el pato, el pollo, el cerdo, etc.) que armonice en el plato con el vino en cuestión. Son referencias gráficas de uso cercanas al consumidor tanto para los vinos cotidianos como los de elevado estatus social sin que influya la calidad como el precio del vino.
Cómo inventar una marca
Pocos gremios existen en el mundo como el del vino en donde se utilicen tantas marcas distintas, algunas de ellas con irrisorias producciones de 500 botellas, lo cual genera un verdadero quebradero de cabeza al creativo para lograr una imagen corporativa común de marca. A este revés hay que añadir los aspectos sentimentales del bodeguero español, muy dado a adoptar el sustantivo familiar o paraje cercano, sin tener en cuenta la facilidad de lectura y dicción y la belleza del nombre en la comercialización global. Pronunciar Castillo de Sajazarra, Pago de Carraovejas, Carramimbre o Pagos de Valcerracín es todo un complicado ejercicio bucofaríngeo para un chino, un americano e incluso para un andaluz. Además de evitar comas, apóstrofos y tildes (no se incluye “viña” que ya está registrada en la memoria visual y mental), existen etiquetas como “III a.c., Beronia” que con la cita del Siglo III antes de Cristo viene a complicar la dicción de la marca contando con una palabra tan fácil como el nombre de la bodega. Otro ejemplo es AA Mirgin Exeo Evolució + 2008, que titula un cava de Paraje Calificado de Pujol-Busquet.
En general, lo más efectivo es lograr un estilo personal de letra y tamaño común que aúnan las distintas marcas. En mi opinión, en cuanto al nombre, es preferible “inventarlo”, que tenga una fonética clara, a ser posible fácilmente pronunciable en inglés. Un nombre que, lo más probable, es que no esté incluido en el diccionario y así evitar derechos de marca y, a ser posible, de tan solo una palabra sin artículo, como máximo de tres o cuatro silabas, esta última con una sílaba de una sola vocal. Una palabra compacta, de letras equilibradas, muy geométrica, con un final en “o” “a” y, en menor incidencia, terminando en “u” “n”. Para la primera letra no hay razones tan estrictas además de las citadas para la última; son buenas la Z, P, C y otras que posean estructura o cuerpo, evitándose las estilizadas como la I, Y, o J y, por supuesto, prescindir de una mayúscula inicial. En lo que respecta al contenido, se deberán equilibrar por tamaños y tipos los apuntes obligatorios (grado alcohólico, volumen en cls. DO. y tipo de crianza y número de cosecha). Es deseable que estos datos, excepto la añada, puedan trasladarse a la contraetiqueta. Es preferible que la etiqueta se muestre generosa en espacios en blanco, limpia, luminosa y clara. En la contraetiqueta, y siguiendo los patrones americanos de riqueza de datos, deben aparecer las variedades, tipos de suelo y una sucinta explicación de la elaboración firmada por el enólogo. Lo más curioso es que los franceses, los padres del embotellado, son poco amigos de las contraetiquetas y prescinden de todos estos aditamentos, incluso de citar las variedades viníferas que componen el vino. La cultura francesa del vino no entraba en la composición varietal del vino y sí en su origen y cosecha e incluso en la composición de los suelos. 
La última moda de la etiqueta: la provocación
Hasta bien entrado este siglo, la mayoría de los países productores tanto del Nuevo Mundo como los más cercanos, nos daban ochenta vueltas en diseño, estampación y armonía de las etiquetas.  Hoy la tecnología de las artes gráficas, el embotellado y etiquetado de maquinaria de última generación han acercado nuestras etiquetas a las del resto del mundo. Sin embargo, la típica conciencia pendular de los españoles nos ha llevado a ciertos extremos. En el marketing digital del vino hay que tener mucho cuidado de no avasallar con ideas rocambolescas y desenfadadas porque, a diferencia de otros gremios, el vino tiene una connotación clásica e histórica difícil de abatir. Se podría justificar si los jóvenes fueran un mercado a rescatar, pero lo dudo por el momento. Los jóvenes de la época de mi padre o mi abuelo tampoco fueron presa fácil para el vino sino para el aguardiente y el coñac como ahora con el botellón.  
La aparición en los últimos años de las microbodegas o lo que hace dos décadas se llamó “vinos de garaje” capitaneadas por jóvenes bien preparados en el viñedo y en la elaboración, ha desembocado en los llamados vinos personales o vinos de terruño. Una ruptura con las normas estéticas precedentes. Etiquetas frikis, iconoclastas, incluso grafiteras. Algún antecedente proviene de la nueva y vanguardista generación de enólogos argentinos con nombres provocativos como “El Enemigo”, del excelente enólogo Alejandro Vigil. En este país también están en boga las frases hechas del anecdotario universal como “Buscado vivo o muerto” de Alejandro Sejanovich, “Sapo de otro pozo” y “Mosquita Muerta” de la bodega del mismo nombre.
 
En España no son menos. Quim Vila vende lo que quiere de su verdejo “Perro Verde”. Vinos “La Suertita”, de una bodega del Valle de la Orotava, es afín a los diminutivos que se estilan en las Afortunadas. “El Loco” y “El Prisionero”, de Alberto y Belarmino de Canopy, son la proyección desenfadada de estos cachondos hermanos o “La Envidia Cochina”, de la bodega Eladio Piñero.
El colmo de la desgana a la hora de contar con los servicios de una agencia de registro de marcas son dos marcas idénticas, pero con distinto género y propiedad: “Casa Castillo”, del jumillano Jose María Vicente y “Casa Castilla”, de las bodegas Thesaurus en la Ribera del Duero. Cuando las producciones de una o ambas marcas sean notorias vendrán los problemas.


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